Llevo un par de días en
los que punzadas de conciencia y racionales me azotan en cuanto me
descuido. Se puede decir que he vuelto a experimentar con la
estupidez humana o, más bien, la propia, derivada de otro descuido
por mi parte; que no será por tropezarse siempre con la misma
piedra, esta vez en forma de barrera para los coches, de esas que
bajan si saltas encima. Bajan ellas o bajas tú. En este contexto
pudo ser más que probable, incluso me atrevería a afirmar que fue
cierto, el hecho de un viernes entero encostrada en la cama. Otros de
esos torpes despertares a golpe de vaso de agua, si no fueran
suficientes los golpes recibidos durante la noche. No tergiversaré y
seré honesta, solo hubo uno en forma literal. De ese uno, que aburre
por repetitivo, no hay mucho de qué hablar pues es conocido por
muchos. A lo que iba. Algunos que saben de mis aficiones sabrán que
no me requiere mucho esfuerzo pasarme un día entero en la cama si la
situación o el malestar general lo requiere, pero hay otras causas,
a las punzadas me refiero, que hicieron de mí una oruga tan
gustosamente envuelta en sábanas que bien me podía haber convertido
en una linda mariposa. Me quedé igual, dada mi distancia fisiológica
y metafórica con el insecto, para quien le interese. La razón de
tal recogimiento no fue más que el resultado del sentimiento de
derrota. De una derrota tras otra. La próxima vez que tenga miedo a
no levantarme voy a recoger mi orgullo del suelo y echaré a
andar,... más o menos. Tanta vuelta y tanta hostia para darse cuenta
de que en la vida uno siempre va a estar solo ante uno mismo.
Con estos y otros
surtidos rondando por mi cabeza a día de hoy, no muy sanos y bastante lejos de
ser alegres, me dispuse a dar un paseo para
desengranar la maquinaria física y psicológica. Anduve hasta un
sitio que ya recoge muchos pensamientos míos, incluyendo
conclusiones filosóficas y antropológicas. Un lugar que ha de verme
a horas muy indecentes. La catedral de Burgos, más vista de noche
por mi persona, siempre tan solitaria a esas horas y con una bolsa de
plástico cruzando usualmente su plaza de Norte a Sur, parece
conmoverme de una forma especial.
Después de haber estado
sentada viendo como múltiples guiris preguntaban por diferentes
restaurantes y lugares para pernoctar, decidí retornar mi paseo
sincopado. Por fortuna retomé la vuelta a casa pasando por debajo
del Arco de Santa María, muy bonico también, y me la encontré
abierta al publico. Como muchos otros edificios de esta orden, se
utiliza para albergar exposiciones, a parte de su propia historia.
Como cabe esperar, ni caso que le hice a esos cuadros de Fulanito.
Esas pinturas de las que podemos afirmar con toda seguridad que “mi
primo pequeño con sus pinturas de dedo hace algo bastante similar”.
Sí, soy de esa gente que no comprende el arte moderno ni quiero.
Para mi regocijo y el de bastantes más personas hay una pequeña
sala dedicada a objetos más interesantes, entre ellos un trozo de
hueso del Cid, lo que para mi gusto me pareció un tanto macabro a la
vez que llamativo. El techo, cuidadosamente decorado, compite
duramente con los cuadros citados anteriormente. Seguro que Fulano lo
decoraría mejor, y en cinco minutos.
Más relajada, más
rápido y con música más animada completé mi caminata, pasando por
el Mercadona. Compré aceite, que escaseaba. Fin.
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