miércoles, 9 de julio de 2014

Apocalíptico Logroño

Día IX de julio del año MMXIV de nuestro señor.

Han pasado 13 días y seguimos atascados en un eterno Abril. Los charcos de las aceras se secan por unos leves minutos de sol pero la humedad sigue impregnando el ambiente añadiendo pesadez a una situación ya soporífera. Hoy he decidido depilarme en un esperanzado intento de que mañana llegue el verano a Logroño.

Las cuatro paredes de mi casa me protegen del frío y me hacen compañía en el transcurso del día mientras se va apaciguando el dolor de mi garganta. Espero mejorar y poder salir a hacer deporte para que mis músculos no se ablanden como lo hace la tierra bajo la lluvia. Ni siquiera las plantas de la casa pueden hacer la fotosíntesis sin que una nube negra se pose entre los rayos del sol y sus débiles hojas.

Ayer la máxima distracción se basó en ver como el cielo se iba nublando poco a poco, lentamente, pero sin pausa, hasta adquirir ese color plomizo que caracteriza una tormenta de verano. Pero esta vez no es verano, no. Esta vez no. Hoy no.

Mi gata hace días que no puede levantar el rabo por miedo a que le pille un rayo. Es duro ver lo que antes era un gato feliz escondido debajo de una mesa todos los días. Triste, mohíno.

He olvidado el sabor del gazpacho, de la ensalada, de los batidos, de los helados. Ya no recuerdo el sabor del calor. Mi abanico coge polvo desde que lo traje de Burgos, donde no paraba de aletear como un alegre pajarillo.


Se acabó el recreo
Parece que entre las nubes sale el sol, o es la mano divina, que viene a llevarme a un lugar mejor.

martes, 1 de julio de 2014

Despedidas, recuerdos y antagonistas

Otro año más de carrera finalizado. No podía yo pensar en nostalgias y recuerdos pues estaba ocupada despidiéndome definitivamente de algo que me había acompañado durante año y medio. Una despedida dolorosa, ardua. Entre agujetas, sudor y lágrimas. Estaba despidiéndome para siempre de mi piso o, mejor dicho, agujero infesto, a fuerza de limpiarlo.

Después de haber hecho de chacha de un tercer inquilino en lo que se refiere a los sitios comunes me dediqué a recoger lo poco que quedaba de mi habitación. Sin mesa, limpio, sin sábanas, parecía imposible pero se antojaba aún mas pequeño que de costumbre. Me subí a la cama para quitar un par de celos que habían sujetado orgullosos un cachirulo y contemplé el diminuto paisaje. Mi dormitorio da directamente al salón, lo primero que se alcanza a ver es la televisión. Yo, personalmente, no hacía prácticamente uso de ella, solo la oía día sí y día también. Horas y horas desde mi cuarto escuchando a gente que grita. Creo reconocer una serie más mala que matar a un padre llamado “la que se abocina”, o algo así. Asco que me da. El salón seguía sucio. El aspirador asomaba por la puerta, lo había utilizado para aspirar los cajones de debajo de mi cama, los cuales se encontraban llenos de barro, migas, cereales y tabaco, debido a tener que recluirme allí hasta para comer, ya que mi capacidad mental era tan limitada que no alcanzaba a comprender los programas populares de la tele como, por ejemplo, el tarot o ese programa en que intercambian a las pobres madres. En el programa seguían dedicándose a limpiar y a cocinar, solo que esta vez a otras personas igual o más vagas que su propia familia. Las comprendo y compadezco. Mierdas como esta y demás programas invadían el espacio del piso. Respecto a estar en el salón, tampoco me apetecía comer donde un plato de comida indefinida aparentemente sin dueño estaba fermentando desde hacía días.

Dicho esto quería irme ya de ese agujero al que me había retirado debido a la invasión de suciedad que había ido avanzando de la habitación de la esquina hasta el salón.

Seguía ahí encima, pensativa. Había algo que me causaba desazón al ver mi cuarto tan desnudo. No iba a echar de menos esas cuatro paredes rosas, de eso estaba segura. Menudo tedio. La cama crujía bajo mis pies en un amago de romperse, como el resto de esa vieja e incómoda casa, pero aún así algo me oprimía ligeramente el pecho. Faltaba una de las bombillas de la lámpara. Una aparatosa lámpara colgante que se ponía en medio de cualquier cabezón suficientemente alto como para romperla y fundir una bombilla.

Finalmente bajé decidida a salir de la ratonera, no quería entristecerme por este habitáculo, en ese momento me percaté y comprendí. Había algo en el suelo. Un filtro de tabaco. Me agaché para cogerlo y tirarlo, pero me retracté. El filtro se quedó ahí, en el mismo sitio, con muchas cosas más entre esas cuatro paredes. Quizás ese cuarto no se quede tan vacío como aparenta. Sus desconchadas paredes se habían quedado impregnadas de un material fuerte e invisible que perduraría siempre en silencio.

Una vez en el coche Burgos se quedaba atrás. Conducía pensando en que con un BB que se vaya ya valía, que espero que no se tenga que ir nadie más, en la suerte que me depararían las lesiones el curso siguiente y en que mi compañera de piso no tiene nada que ver con las costras de comida ni con la putrefacción de jugos gástricos de las paredes del baño, ni con nada de lo citado en esta entrada.


Habrá que volver.