miércoles, 31 de julio de 2013

Un pequeño recorrido por una pequeña parte de la gran historia de Zaragoza

La temperatura cerca de media noche era genial para salir. Soplaba una brisa fresca que hacían de los 27 grados de temperatura algo aceptable. Aunque quizás la humedad derivada de la reciente tormenta hacía del calor algo pesado para esas horas. Unas últimas gotas capaz de empapar al incauto seguían cayendo, pero eso da igual cuando 10 minutos antes te encontrabas corriendo bajo la tromba de agua por las tortuosas calles del casco. Esas que recorriste riendo con tus amigos haciendo caso omiso del conductor de una camioneta que preguntaba achispado si estabas haciendo un concurso de camisetas mojadas.

Lloviznaba por la Gran Vía mientras una voz artificial femenina proveniente de la parada del tranvía informaba cada minuto: “el servicio no se encuentra disponible, disculpen las molestias”. Ambiente digno de la película de Blade Runner. Los estilizados vagones que recorren de arriba a abajo la urbe le dan un aire muy futurista a la ciudad, pero la vuelven a hacer vieja cuando los cables de la vía cuelgan en la oscuridad de la calle, junto a las aceras grises y los edificios de ladrillo. Esos que antaño vieron pasar al viejo tranvía, que lo vieron desaparecer y que, nuevamente, contemplan la nueva moda de modernidad urbana que, como otras, van y vuelven.

A fuerza de seguir a pie ante la ausencia de transporte paso al lado de un monumento dedicado al que en su día debió de ser un señor de carácter impasible cuya esposa montaba tanto o más que él. Juntos decoraron la Aljaferia, llenándola de escudos, yugos y flechas pese a no ser falangistas.
Más tarde otro Rey me obliga a hacer una pausa en mi camino. Lejos, al final del paseo del parque grande, se alza inmaculado e iluminado Alfonso I el Batallador, custodiado en su base por un león. Este Rey no es uno de tantos, no es otro que el conquistador de Zaragoza tras 400 años de ocupación musulmana. Cuando lo viejo y lo nuevo se juntan pueden ocurrir desastres arquitectónicos como el de la Avenida Independencia, por ello me gusta pensar que Don Alfonso va a estar siempre rodeado nada más que de fuentes de colores, setos y su león.

Al llegar a casa después de tanto monumento, me di cuenta de que faltaba mi favorito. Ni por belleza ni importancia. Me faltaba ver a la señora Agustina, en pie con su cañón, gritándole a los gabachos “hoy no” para toda la eternidad en la plaza del Portillo o en el monumento a los Sitios de Zaragoza.


Esperemos que ningún autobús atente contra el patrimonio histórico y conmemorativo de la ciudad...

Alfonso y su león...

martes, 9 de julio de 2013

Corchea, punto y desenlace

Hoy ha sido como volver a nacer. Por fin, en una semana, he levantado la vista hacia el horizonte. La luz me resultó molesta y una lagrima se disponía a asomarse. Pese a ello, seguí mirando el mundo que se expandía tras la ventana y me dije "ya soy libre". 
Esto es lo que tiene engancharse a un folletín de setecientas y pico páginas en plenas vacaciones. Hasta dentro de un tiempo, no lo vuelvo a repetir. Total, para no hacer nada en una semana más que leer y, además, pasarlo mal, ¡pobres mujeres del siglo XIX en la Nueva Zelanda a medio colonizar! Aunque claro, en eso se basan estas novelas, en que todo, TODO, salga mal. Doy gracias a habérmelo acabado cuanto antes. Intento ignorar el hecho de que hay escritos un par de tochazos más continuando las trágicas historias de sus protagonistas y descendencia.

Con este sentimiento de liberación y con el alma todavía encogida por la novela, me dispuse a hacer algo productivo o instructivo con mi tiempo. Decidí aprender a tocar la guitarra. Porque tengo guitarra. Se encuentra en su funda, con polvo, objeto de regalo en un cumpleaños pasado. Nadie me advirtió cuando rogué por una guitarra años atrás de que, tras cinco minutos de intento, iba a quedar olvidada en una esquina de mi habitación. Hoy, más madura e incesante, con una paciencia digna de un cazador, cogí la guitarra con ímpetu y empecé mi instrucción. Todo iba como la seda. Cambié la cuerda rota (víctima de pasados y breves intentos), me descargué un app para afinarla y toque fructuosamente "smoke on the water". Una vez calentado, busqué alguna canción en internet. Como decía, mi paciencia es infinita, así que busque directamente canciones de Mumford and sons. Facilicas, para empezar. 

Esta no. ¿Esto qué es?. Difícil, difícil... difícil. ¿Esta a ver...? No. Difícil. Mierda. ¡Esta! Un dedo aquí, otro aqu... aqu... aquí... bien. "PROMMMMZZZZZZZZ, PROMMMZZZZZ, PRZZZZZZ... PROMMMMM" Bien esta última. Ahora el siguiente acorde...

Diez minutos después, tras haberme repasado unos cuantos vídeos de youtube y unas cuántas webs, decidí desistir. Aún dejando a parte el orgullo no había ninguna canción fácil ni buscando "canciones fáciles para guitarra". Eché de menos mi armónica, con la cual ya me empezaba a defender, pero me la había olvidado en Burgos, junto al abanico y el repelente de mosquitos. Muy bien. Como seguía con ganas de interpretar melodías, me vino a la mente la cantidad de flautas que tengo en el cajón. Descarté esa opción ya que no quería hacer creer a mis vecinos que mi primo de primaria había venido a tocar las narices (pese a tocar estupendamente bien). Recordé un curso de primaria en que nos dieron a elegir otros instrumentos de la sala de música. Yo me decanté por las placas o xilofón (ordinariamente llamado xilófono) ya que mi hermano me dijo que era lo más fácil. Los demás niños se defendían malamente con sus laudes y, sí, guitarras... Me entusiasmó mi instrumento en esa época y me compre un xilófono pequeñín. No lo tocaba de forma tan armoniosa como la flauta, pero me gustaba su sonido delicado y que tuviese el nombre de la notas en cada lámina correspondiente. Aún a porrazos, a mis padres les molestaba menos que la flauta. Otro instrumento  mío, que resopla polvo a más no poder y que nunca ha podido lucirse, es un acordeón cuya correa de cuero asoma tristemente entre mis cosas. Era muy potente y con lo cual restringido muchas horas. No lo entiendo ¡Con lo bien que lo tocaba... y sin saber las notas ni nada! De este aparto musical no me responsabilizo, no fue un antojo. Me lo regaló mi abuela, no sé bien a qué, cuando no tenía más que 8 años. Una pena, ahora que lo rescato con cariño de arriba de la estantería, me doy cuenta de lo bonito que es a pesar de andar falto de algunas teclas. Intenté tocar algo, pero, más que cansada de intentar que salga música de mis instrumentos, estoy cansada de buscar las partituras en internet.

He de admitir que me he quedado algo falta de autoestima. Solo en mi cuarto se podría hacer una orquestilla con tanto instrumento y yo aquí sin saber tocar ninguno. Por lo menos sé entonar tímidamente las canciones con la voz, así que me dedicaré, como de costumbre, a poner la música en alto y cantar plácidamente sin molestar a nadie con guitarreos discordantes y pitidos estrepitosos de principiante.

Hasta que no toque como este tío, no descansaré: