Otro año más de carrera
finalizado. No podía yo pensar en nostalgias y recuerdos pues estaba ocupada
despidiéndome definitivamente de algo que me había acompañado durante año y
medio. Una despedida dolorosa, ardua. Entre agujetas, sudor y lágrimas. Estaba
despidiéndome para siempre de mi piso o, mejor dicho, agujero infesto, a fuerza de limpiarlo.
Después de haber hecho de chacha de un tercer inquilino en
lo que se refiere a los sitios comunes me dediqué a recoger lo poco que quedaba
de mi habitación. Sin mesa, limpio, sin sábanas, parecía imposible pero se
antojaba aún mas pequeño que de costumbre. Me subí a la cama para quitar un par de celos que
habían sujetado orgullosos un cachirulo y contemplé el diminuto paisaje. Mi
dormitorio da directamente al salón, lo primero que se alcanza a ver es la
televisión. Yo, personalmente, no hacía prácticamente uso de ella, solo la oía
día sí y día también. Horas y horas desde mi cuarto escuchando a gente que grita. Creo
reconocer una serie más mala que matar a un padre llamado “la que se abocina”,
o algo así. Asco que me da. El salón seguía sucio. El aspirador asomaba por la
puerta, lo había utilizado para aspirar los cajones de debajo de mi cama, los
cuales se encontraban llenos de barro, migas, cereales y tabaco, debido a tener
que recluirme allí hasta para comer, ya que mi capacidad mental era tan limitada
que no alcanzaba a comprender los programas populares de la tele como, por
ejemplo, el tarot o ese programa en que intercambian a las pobres madres. En el programa seguían dedicándose a limpiar y a cocinar, solo que esta vez a otras personas igual o más vagas que su
propia familia. Las comprendo y compadezco. Mierdas como esta y demás programas invadían el espacio del piso. Respecto a estar en el salón, tampoco me apetecía comer donde un
plato de comida indefinida aparentemente sin dueño estaba fermentando desde
hacía días.
Dicho esto quería irme ya de ese agujero al
que me había retirado debido a la invasión de suciedad que había ido avanzando
de la habitación de la esquina hasta el salón.
Seguía ahí encima, pensativa.
Había algo que me causaba desazón al ver mi cuarto tan desnudo. No iba a echar
de menos esas cuatro paredes rosas, de eso estaba segura. Menudo tedio. La cama crujía bajo
mis pies en un amago de romperse, como el resto de esa vieja e incómoda casa,
pero aún así algo me oprimía ligeramente el pecho. Faltaba una de las bombillas
de la lámpara. Una aparatosa lámpara colgante que se ponía en medio de cualquier
cabezón suficientemente alto como para romperla y fundir una bombilla.
Finalmente bajé decidida a salir
de la ratonera, no quería entristecerme por este habitáculo, en ese momento me
percaté y comprendí. Había algo en el suelo. Un filtro de tabaco. Me agaché
para cogerlo y tirarlo, pero me retracté. El filtro se quedó ahí, en el mismo
sitio, con muchas cosas más entre esas cuatro paredes. Quizás ese cuarto no se
quede tan vacío como aparenta. Sus desconchadas paredes se habían quedado
impregnadas de un material fuerte e invisible que perduraría siempre en
silencio.
Una vez en el coche Burgos se
quedaba atrás. Conducía pensando en que con un BB que se vaya ya valía, que espero que no se tenga que ir nadie más, en la suerte que me depararían las lesiones el curso siguiente y en que mi compañera
de piso no tiene nada que ver con las costras de comida ni con la putrefacción
de jugos gástricos de las paredes del baño, ni con nada de lo citado en esta
entrada.
Habrá que volver.
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